Recensión y primer análisis de un artículo sobre la materia publicado en la Revista Iberoamericana de Bioética.
Recientemente, la Revista Iberoamericana de Bioética ha publicado un interesante artículo sobre neuromejora, en el que se abordan sus dificultades y límites desde la perspectiva de la filosofía de la mente y la bioética (Biscaia Fernández, 2021). Se trata, evidentemente, de una cuestión de máxima actualidad en el campo de las aplicaciones biomédicas, que este Observatorio sigue de cerca (ver aquí y aquí) y que el artículo aborda desde una perspectiva divulgativa orientada a un público de amplio espectro no necesariamente especializado en estas cuestiones.
En general, son tres las distinciones que ofrece el artículo al que nos referimos:
En primer lugar, la distinción entre aquellas aplicaciones neurocientíficas que emplean técnicas meramente evaluativas y las que usan métodos intervencionistas, que por su alcance biopsicosocial exigen un ineludible debate filosófico y bioético. Entre este tipo de intervenciones, destacan el uso de neurofármacos, la utilización de células madre e implantes de tejido nervioso, el empleo de neurodispositivos moduladores (como la estimulación magnética transcraneal [EMT], la estimulación eléctrica transcraneal [EET], la terapia electroconvulsiva [TEC] o la estimulación cerebral profunda [ECP]); también, el uso de interfaces cerebro-computador (ICC) por medio de la Inteligencia artificial (AI), si bien estos últimos no son todavía aplicables a la práctica clínica por encontrarse en fase de desarrollo.
En segundo lugar, la distinción entre los dos grandes nudos reflexivos de la filosofía de la mente, a saber: los problemas conceptuales sobre la lectura, control y transferencia mental, y las dificultades ontológicas relacionadas con la identidad de un eventual “Homo cíborg”.
Por último, la distinción, en sede de fundamentación bioética, entre lo factible y lo éticamente plausible; o lo que es lo mismo: entre la neurotecnología al servicio del tratamiento y la mejora neuronal, y la neuroética como aplicación de los principios bioéticos clásicos a la neuromejora. La perspectiva del estudio es, por tanto, marcadamente principialista. Y esto nos previene un poco frente al trabajo, pues las repercusiones sobre la identidad personal e incluso el futuro de la naturaleza humana de los temas que aborda, aconsejaría tomar en consideración, profusamente, la bioética personalista.
La neuroética y transhumanismo moderado. Dos definiciones controvertidas
El artículo presenta a la neuroética como el «centinela bioético» de la investigación sobre el sistema nervioso y del tratamiento de enfermedades neuropsiquiátricas, al tiempo que describe el transhumanismo como una disciplina «que surgió con el empeño de reflexionar sobre el uso tecnológico en la mejora humana». No compartimos plenamente estas definiciones. A nuestro juicio, el transhumanismo no reflexiona sobre el uso de la tecnología para la mejora humana, sino que lo considera un imperativo ético, un deber moral (Bostrom, 2003) No es, en consecuencia, una disciplina tan “neutra” como la presenta el autor. Y la neuroética, por más que se quiera revestir de un estatuto privilegiado respecto de la bioética (él habla, en particular, de «bioética médica») no es, en nuestra opinión, sino una de sus ramificaciones.
José Miguel Biscaia, en efecto, cita a Kathinka Evers (Evers, 2011), para sostener que la neuroética trasciende la mera especialización bioética avanzando hacia la revisión de la filosofía clásica a la luz de las ciencias del cerebro. Evers parece olvidar que la Bioética es una ética aplicada. Por consiguiente, es la concreción de la Filosofía práctica en un contexto muy definido. Y si en algo consiste la filosofía, es en la continuidad de un nexo histórico de diálogo acerca de las cuestiones últimas (Spaemann, 2004, pág. 91). Como señala F. Copleston, lo que se destaca en la Filosofía son la continuidad y las conexiones, la acción y la reacción, la sucesión de tesis y antítesis. Esto es así porque la Filosofía no es inmanencia, sino que crece y se desarrolla cambiando o renovando sus puntos de vista y aumentando su número gracias a nuevos enfoques o al planteamiento de nuevos problemas y situaciones (Copleston, 2004, pág. 18). De hecho, y pese a que Fritz Jahr y Potter concibieran la Bioética en sus inicios como una «ciencia de la supervivencia», haciéndole adoptar la forma de una advertencia apocalíptica sobre los riesgos de un ecosistema global herido de gravedad por la acción del hombre, muy pronto, y bajo la guía de André Hellegers y los creadores del Kennedy Center, la Bioética evolucionó hacia la revitalización humanística de la Medicina y de las Ciencias biológicas relacionadas con el bienestar humano.
En estos ámbitos, es cierto que nuestro tiempo plantea nuevos retos que cuestionan los límites tradicionales de las capacidades humanas y, en consecuencia, no es exagerado afirmar que, en lo que llevamos del presente siglo, lo que antaño se tenía moralmente obvio parece haber perdido su carácter incuestionado. Como tampoco lo es afirmar que la Ética general parece escindirse en un abanico de éticas aplicadas, de carácter sectorial, depositarias cada cual de su propio guion(Pardo, 2006, pág. 146). Ahora bien: si la Filosofía Moral no dio respuesta en su momento a los dilemas que hoy nos acucian fue, sencillamente, porque estos problemas todavía no se habían planteado. Pero esto no implica que no pueda responder a los nuevos retos que se le plantean y que, en consecuencia, sea necesario el desarrollo de «nuevas éticas». Tampoco implica, por supuesto, que la neuroética sea una disciplina diferente a la bioética y que esta no sea, en definitiva, sino una ética aplicada.
Por eso, entendemos que llamar neuroética a una rama de la bioética, que a su vez es una rama de la ética, que a su vez es una rama de la filosofía… (agota sólo pensar en este recorrido) responde más a la necesidad de algunos autores acuciados por la urgencia de encontrar su celda en la colmena de la comunidad académica, que una verdadera necesidad epistemológica.
Aun con todo, aceptaremos la distinción a la que apela el autor (y la comunidad científica refrenda) entre la neuroética aplicada, rama que identifica y analiza los diferentes problemas bioéticos que suscitan la actividad neurocientífica y el empleo de las aplicaciones neurotecnológicas; y la neuroética fundamental, que estudia desde una perspectiva neurobiológica, cognitiva y científica aspectos tradicionalmente reservados a las humanidades y a las ciencias sociales como la conciencia, la identidad, el libre albedrío, la intencionalidad, el pensamiento, el juicio o la responsabilidad moral; y lo haremos sin recordar que, en el fondo, se trata de retomar las instancias de fundamentación y aplicación de la bioética, a saber: la filosofía y las ciencias médicas y experimentales. Nada nuevo, a nuestro juicio, bajo el sol de la filosofía. Tan sólo si cabe, mayor concreción.
En cualquier caso, el artículo al que nos referimos se centra específicamente en la neuroética aplicada, cuyo objetivo, coincidimos con el autor, es «crear un marco deontológico para las profesiones “neuro”; fomentar, también, una reflexión profunda al respecto de cuestiones técnicas y bioéticas como la determinación de los estados clínicos de no-consciencia y de muerte cerebral(Bonete, 2010), la manipulación y el control mental o el diagnóstico, tratamiento y mejora sensorial, motora, emocional y cognitiva mediante el empleo de la neurotecnología» (Levy, 2014).
Respecto del transhumanismo, el autor se sitúa en la línea de Antonio Diéguez, quien desde la crítica inicial parece haber virado a una suerte de transhumanismo moderado que el artículo identifica como “tecnocientífico” oponiéndolo al cultural, crítico o “posthumano”. El transhumanismo “tecnocientífico”, al parecer, abogaría por la utilización “racional” y “ética” de la tecnología disponible para mejorar al ser humano. Ahora bien: una perspectiva “racional” y “ética” debe ser acorde con la naturaleza humana, pues cabe recordar que la ética es una reflexión surgida de la mente humana y no de un algoritmo cibernético. Racional y ético es, por tanto, el empleo de la tecnología al servicio de la terapia. Pero ¿es racional y ético el uso de la tecnología para el mejoramiento, para llevar al ser humano más allá de sus capacidades naturales? ¿A qué se refieren los defensores del enhancement cuando hablan de un «uso racional»: a evitar diferencias sociales en el acceso a las mejoras, a evitar efectos secundarios indeseados?
El carácter controvertido del enhancement neurocognitivo. La cuestión de los neuroderechos
No es lugar éste para desarrollar las dificultades que conllevarían las eventuales consecuencias del enhancement neurocognitivo para una lectura “racional” y “ética” del mismo. En lo que nos interesa, sí queremos señalar que el autor distingue, dentro del transhumanismo tecnocientífico, entre las aplicaciones para el mejoramiento humano que se compadecen con una fusión (o al menos interacción) con dispositivos, máquinas o elementos artificiales e inorgánicos (vg: interfaces cerebro-ordenador), y las que se pueden englobar bajo el paraguas del biomejoramiento, es decir, todo el conjunto de avances y mejoras en la condición humana fruto del uso de sustancias que modifican nuestra biología o mediante la manipulación directa de nuestros genes o de nuestra biología celular (Diéguez, 2017).
El artículo de Biscaia se mueve en el marco de la neuroética aplicada y el transhumanismo tecnológico, reflexionando sobre la tecnología responsable del diagnóstico y tratamiento de enfermedades neuropsiquiátricas y de la mejora cerebral, así como de los límites y problemática que dichas aplicaciones suscitan. Más en concreto, cifra sus objetivos específicos en la revisión de los últimos avances de la vanguardia neurocientífica y neurotecnológica, en la reflexión sobre sobre las dificultades conceptuales planteadas por la filosofía de la mente y en la delimitación de los límites bioéticos y de los eventuales riesgos sociales que podrían derivarse del uso de estas tecnologías.
La razón de su interés radica en que, más allá de los estudios genómicos y el análisis de biomarcadores que han resultado útiles en el diagnóstico y caracterización de patologías neurodegenerativas y psiquiátricas como las enfermedades de Parkinson, de Alzheimer o de Huntington, también en la esclerosis múltiple, la adicción a drogas o la esquizofrenia; o más allá de las aplicaciones de la electrofisiología y sobre todo la revolución de la neuroimagen para el diagnóstico de graves patologías neurológicas como los accidentes cerebrovasculares los glioblastomas; más allá de todo eso, sostiene el artículo y compartimos plenamente, la investigación neurocientífica con implantes de tejido nervioso y el empleo de neurodispositivos moduladores prevé, por ejemplo, la utilización futura de células madre para tratar lesiones medulares (Jin, 2019) o patologías neurodegenerativas como el Alzheimer, neurológicas como el Parkinson o trastornos psiquiátricos como la depresión. Y este uso es, desde una consideración bioética, muy controvertido.
Pero, sobre todo, las principales controversias que podrían resultar de aplicaciones intervencionistas de las neurociencias serán la posibilidad de la lectura, manipulación y transferencia mental (por escaneo y por extensión de la mente), así como la eventual emergencia del “Homo cíborg” y su discutida identidad. Es respecto de estas cuestiones donde el artículo ser torna más interesante. Por ellas recomendamos su lectura. Como también por la necesidad de conocer, para discutir adecuadamente, los “neuroderechos” que el autor sugiere basándose en (Ienca & Andorno, 2017) y que son los siguientes:
El derecho a la libertad cognitiva, que garantizaría la posibilidad de alterar los estados mentales propios mediante el uso de la neurotecnología (y, también, el negarse a hacerlo). El control soberano sobre la propia conciencia, añade el autor, debería proteger también el libre albedrío, el cual es susceptible de ser manipulado mediante el uso de la neurotecnología.
El derecho a la privacidad mental, evitando el uso ilegítimo de la información cerebral (los denominados como “neurodatos” e “internet del cuerpo”).
El derecho a la integridad mental, que implica la protección del estatus neuronal en su dimensión sensorial, motora y cognitivo-emocional, teniendo en cuenta que muchas de las aplicaciones intervencionistas descritas más arriba podrían alterarla.
El derecho a la continuidad psicológica, que debería proteger frente a una posible alteración de la identidad individual y del concepto de uno mismo. Un ejemplo de violación de este derecho podría encontrarse en cualesquiera intervenciones que modifiquen los recuerdos, dado que la manipulación del pasado alteraría la identidad personal y la proyección de acciones futuras, pues la identidad personal está ligada a la experiencia del tiempo.
El artículo, interesantísimo en muchos extremos, requiere una reflexión bioética más profunda que será analizada en próximos informes.
Enrique Burguete. Observatorio de Bioética UCV
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