FERNANDO SIMÓN YARZA, en ABC
«El discurso de la objeción de conciencia lleva siempre implÃcita la legitimidad del deber objetado, la legitimidad del Estado para imponer, al menos a priori, la conducta en cuestión»
SUPONGAMOS que, apelando al interés general que la Administración debe promover y a la relación especial de los servidores públicos con la Administración, un legislador compuesto mayoritariamente por fuerzas polÃticas comunistas obligase a los funcionarios a satisfacer los derechos de los desfavorecidos acomodando su conducta a los principios de la lucha de clases. Los funcionarios reaccionarÃan, indudablemente, alegando un atropello a su libertad ideológica. Supongamos, sin embargo, que el legislador crease un registro en el que, bajo ciertas condiciones, los funcionarios pudiesen inscribirse para, excepcionalmente, eximirse de acomodar su conducta a tales principios. A pocos convencerÃa la solución. Supongamos, en fin, que un parlamento mayoritariamente democristiano hiciese lo propio con los principios del cristianismo. Tampoco estarÃamos de acuerdo.
La cosa cambia radicalmente, no obstante, cuando hablamos del servicio militar. Supongamos que el legislador restableciese el servicio militar obligatorio para todos los españoles sin excepción. Muchos lo considerarÃan un atropello en su libertad, pero estarÃamos dispuestos a aceptar el servicio militar obligatorio si, bajo ciertas condiciones razonables, los españoles pudiesen inscribirse en un «registro de objetores». En este caso, la solución no parece descabellada.
¿Por qué chirrÃa, sencillamente, hablar de objetores al deber jurÃdico de obrar según la lucha de clases, o hablar de objetores al deber jurÃdico de obrar según los principios cristianos, y nos parece razonable, sin embargo, hablar de objetores al servicio militar obligatorio? La respuesta es muy sencilla: porque los dos primeros deberes no pueden legÃtimamente imponerse, ni siquiera presuntivamente, sobre los ciudadanos –tampoco sobre los funcionarios, cuya sujeción jerárquica (art. 103.1 CE) ha de interpretarse reductivamente cuando se trata de limitar derechos fundamentales (vid., por ejemplo, STC 69/1989)–. Siendo esto asÃ, sólo en el tercer caso la negativa a cumplirlo merece el nombre de «objeción a un deber». No por casualidad, el término «objeción de conciencia» germinó a finales del siglo XIX y, sobre todo, durante la Primera Guerra Mundial, para describir la resistencia pacÃfica a la conscripción militar.
El discurso de la objeción de conciencia lleva siempre implÃcita la legitimidad del deber objetado, la legitimidad del Estado para imponer, al menos a priori, la conducta en cuestión. Cuando estamos ante una conducta no prevista por la Constitución –como ocurre con el servicio militar obligatorio (art. 30.2 CE)– sino por la ley, la libertad ideológica, reconocida por la Constitución como un derecho fundamental, se impone primero como un lÃmite al «mandato legal», como un test al que éste debe someterse. Si el mandato atenta contra la libertad de conciencia no puede calificarse como un «deber jurÃdico», y el lenguaje de la objeción constituye una trampa que encierra, en sà misma, un atentado contra la libertad de conciencia, un deber espurio.
Esto es exactamente lo que ha ocurrido con la mal llamada «objeción de conciencia al aborto». En el año 2010, un legislador español poco preocupado, francamente, por la libertad de conciencia de los médicos que se resisten a practicar el aborto, reguló la «objeción» con importantes restricciones, entre ellas la exclusión de la posibilidad de objetar de los profesionales indirectamente implicados en el aborto y la exigencia de declarar anticipadamente la objeción. Posteriormente, algunas Comunidades Autónomas dieron un paso más creando un registro de objetores que desincentiva la objeción. Finalmente, en una sentencia deplorable, a finales del pasado mes de septiembre el Tribunal Constitucional avaló el registro establecido en Navarra sobre la base de que la objeción de conciencia entraña, como tal, la exención de un deber jurÃdico. Ahora bien, ¿puede el legislador imponer un deber jurÃdico de abortar? Dando el deber por supuesto, el discurso de la objeción evita que se plantee siquiera la pregunta.
Si, en lugar de analizar prematuramente el asunto desde el prisma de la objeción, se hubiese confrontado el deber legal impuesto por el legislador con el derecho fundamental a la libertad de conciencia, el resultado habrÃa sido muy distinto, y los que se resisten al aborto no se habrÃan tenido que poner a la defensiva. No pudiendo el legislador imponer un deber en el aborto sin atentar contra la libertad de conciencia de los profesionales implicados –por mucho que estén sujetos a una especial relación de sujeción con la Administración–, el Estado tendrÃa que haber buscado médicos dispuestos a hacerlo. Por ejemplo, solicitándoles la declaración anticipada de su disponibilidad para el aborto o creando un registro de profesionales sanitarios dispuestos a practicarlo. ¿Por qué el legislador no obró asÃ? ¿Por qué defendió el aborto como una libertad de las mujeres y lo reguló como un deber de los médicos? No lo sabemos, pero no fue para hacer honor a su cacareada polÃtica de ampliar derechos. El legislador nacional deberÃa tomar medidas para restablecer la libertad de conciencia.
EL AUTOR ES PROFESOR DE DERECHO CONSTITUCIONAL EN LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA Y VISITING FELLOW DE LA UNIVERSIDAD DE PRINCETON
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